Historia de Santiago del Estero

Por Guillermo Adolfo Abregú

Breve reseña histórica de la provincia de Santiago del Estero, nominada "Madre de Ciudades" por ser la más antigua de la Argentina. Fragmentos de la obra publicada con forma de libro por la Municipalidad de la Capital de Santiago el Estero en 2003, con motivo de celebrarse su 450 aniversario.

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lunes, julio 25, 2005

Historia de Santiago del Estero



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Santiago del Estero 1553 - 2003

“Madre de Ciudades”

Breve introducción

La historia de la colonización y fundaciones de pueblos en lo que hoy constituye nuestro territorio nacional, y de modo especial el norte y centro argentinos, es tan interesante como discutida en ciertos aspectos que aún hoy se prestan al debate.
Desde luego que existe un sinnúmero de probanzas, actas capitulares, testimonios epistolares, crónicas y una variada gama de textos y documentación depositados en importantes archivos, que permiten recoger con fidelidad los hechos de aquel entonces, además de profundos y ponderables estudios de conspicuos historiadores que nos han allanado el camino para conocer lo más acabadamente posible nuestro pasado. Sin embargo, también se da el caso de que no siempre existe -o no se ha encontrado- la prueba precisa para dilucidar acontecimientos de fundamental importancia que permanecen en el terreno de la duda, la conjetura, la deducción o la falta de prueba en contrario que dan pie a encontradas interpretaciones históricas, cada una de ellas con su razonamiento o lógica de sustento.
Desde luego, la historia es irrefutable cuando ofrece documentación fehaciente. No obstante, hay hechos en la historia no siempre documentados como debió o debiera ser, pero sí consumados de tal modo que a partir de ellos se generaron
procesos de consubstanciación y evolución que les dieron el carácter de irrevocables.
El nacimiento de la ciudad de Santiago del Estero en 1553, es un hecho que continúa prestándose a la discusión en la actualidad por las singulares características que lo rodearon. “Fundación” o “traslado” de la ciudad es el tema que ha dividido siempre la opinión de historiadores y estudiosos.
Como se sabe, en 1952, la Academia Nacional de la Historia, dictaminó que el capitán Francisco de Aguirre fundó la ciudad de Santiago del Estero el 25 de julio de 1553. Fallo basado en citas documentadas, pero carente de un acta fundacional o documento preciso de aquel entonces que diera fe del hecho trascendente, como lo fue, por el contrario, el hallazgo en el Archivo Nacional de Sucre (Bolivia) de parte del acta de fundación de la Ciudad del Barco en su primer asentamiento, efectuado el 29 de junio de 1550 por Juan Núñez de Prado.
Desde luego, existen referencias posteriores de los cabildantes de Santiago del Estero acerca del establecimiento de ésta ciudad realizado por Francisco de Aguirre. Pero las mismas datan de muchos años más tarde y, en todo caso, con citas que dieron lugar a sostener tanto el 25 de julio como el 23 de diciembre de 1553 como fecha fundacional.
No obstante, las aseveraciones de mayor peso para determinar la fecha del último traslado de la Ciudad del Barco y nacimiento de Santiago del Estero, tuvieron por sustento las actas capitulares de 1590 que daban cuenta que el 25 de julio de 1553, Francisco de Aguirre “mudó esta Ciudad (del Barco) e le puso por nombre Santiago”. Otras actas capitulares de 1700 y 1774 aludían a esa fecha como la de la “fundación” de la ciudad.
Lo cierto es que Santiago del Estero, a partir de entonces quedó asentada definitivamente y sin revocatorias posteriores que pudieran torcer lo actuado por Francisco de Aguirre. Aún teniendo en cuenta que en 1555 la Audiencia de Lima mandaba reponer como gobernador a Núñez de Prado, de quien -misteriosamente- nunca más se supo nada, pues también cabe señalar que en 1563, Francisco de Aguirre fue nombrado gobernador por el virrey del Perú, Diego López de Zúñiga y Velasco. Por otra parte, el 19 de febrero de 1577, el Rey Felipe II, le concedió a Santiago del Estero un Escudo de Armas y el título de “Muy Noble”, lo cual bien podría sostenerse como una confirmación institucional de la nueva ciudad que sucedía a la del Barco 3º. No obstante, se sostienen argumentos en contrario que apuntan a restituirle los méritos fundacionales a Juan Núñez de Prado.

El comienzo de la gesta fundacional

Hablar de lo que significó la conquista y colonización del Nuevo Mundo, es entrar en uno de los procesos más trascendentes, apasionantes y plagado de implicancias de la historia de la civilización.
El descubrimiento de nuestro continente por parte de España, más allá de todo lo que significó en lo que hoy se da en llamar “el encuentro de dos mundos”, por lo que Europa le dio a América y lo que América le dio a Europa, también trajo aparejado -sin entrar a considerar el sentido esencial de la conquista- el enfrentamiento de hombres que pugnaban por ensanchar sus dominios.
La conquista del Perú marcó uno de los capítulos más dramáticos en este aspecto. Conocidas son las sangrientas luchas civiles que sostuvieron Pizarristas y Almagristas por la posesión de dominios y concepciones opuestas en la empresa que sostenían.

Las primeras expediciones al Tucumán

Según la historiografía publicada, en 1527, Sebastián Gaboto, que había fundado en el litoral el fuerte de Sancti Spíritu, envió una reducida expedición a la región llamada Tucumanahao (en alusión a un cacique indígena de nombre Tucma), regresando al poco tiempo sin novedades acerca de lo que buscaban encontrar: una tierra de riquezas con fabulosos tesoros de la que se hablaba y había despertado la ilusión de los conquistadores españoles desde su llegada al Nuevo Mundo.
Inmensa región la del Tucumán, Juríes y Diaguitas. Se la concebía entonces, aunque aún imprecisamente, desde el extremo sur del Perú y de la actual Bolivia hasta lo que es el norte de Córdoba, y desde Chile hasta el Río de la Plata. Es decir, abarcaba un extenso territorio en el que hoy se encuentran las provincias de Jujuy, Salta, Tucumán, Santiago del Estero, Catamarca, La Rioja y norte de Córdoba.
En 1535, esta vez desde el Cuzco (Perú), otros hombres encabezados por Diego de Almagro, también penetraron en esa vasta región para explorarla en una imprecisa como infructuosa búsqueda del País de los Césares, El Dorado, Linlín, Trapalanda, Yungulo o las Sierras de la Plata, según las diferentes denominaciones que se le daban a esa tierra prometida.
Esta fue la más imponente expedición de la entrada (400 soldados españoles y 20.000 indios auxiliares, nos dice el historiador santiagueño José Néstor Achával) que recorrió el camino del Inca, ingresando en 1536 a la región del Tucumán por el extremo norte de la actual provincia de Jujuy (se dan como posibles la Quebrada de Humahuaca, San Antonio de los Cobres y la Quebrada del Toro), cruzó la cordillera
hasta Chile y regresó al Perú por el camino de la costa del Pacífico y el desierto de Atacama, sin encontrar lo que esperaban.

La entrada a lo que hoy es Santiago del Estero

1543 sería el año en que una expedición española entrara por primera vez a tierras santiagueñas.
Al margen de las distintas interpretaciones que le dieron los historiadores a la entrada del capitán Diego de Rojas a la región del Tucumán, más precisamente a lo que hoy constituye el territorio de Santiago del Estero, en el sentido de si buscaba con intención avanzar por esa línea geográfica hasta encontrar el Río de la Plata y descubrir la Patagonia, o si se debió a una causalidad de desviar el rumbo en un lugar llamado Chicoana en el Valle Calchaquí, desistiendo de seguir a Chile por entender que la ruta del Tucumán era muy poblada y rica en alimentos, lo cierto es que en diciembre de 1543, bajando del Aconquija, pasó por las actuales localidades tucumanas de Tafí, Concepción y Graneros, llegó hasta el sur de Catamarca y entró a nuestra actual provincia por las sierras de Guasayán.
Las versiones en cuanto al punto de entrada a nuestra provincia de Diego de Rojas, tanto como el lugar donde se enfrentó con los juríes y fue alcanzado por una flecha envenenada, como así el sitio de su muerte pocos días más tarde, varían entre Maquijata -algún otro lugar cercano comprendido entre los departamentos Guasayán y Choya- y Salavina. No obstante la carencia de datos exactos en este sentido, su trayecto final, desde la infausta escaramuza hasta su muerte, comprende las localidades citadas.
Como paradoja del trágico fin que encontró para su vida Diego de Rojas, cabe señalar que uno de los propósitos que animaron a este capitán de la primera entrada a nuestro territorio santiagueño -que se había caracterizado siempre por su buen trato con los indios- era llevar el signo de la evangelización y el acercamiento con los nativos.
Francisco de Mendoza y Nicolás de Heredia sucedieron en las marchas por la región del Tucumán a Diego de Rojas en el regreso de la expedición al Perú, donde aún se registraban enconadas hostilidades por el dominio del Cuzco, tras el trágico fin de los principales protagonistas de la conquista.
Entre 1540 y 1546, año éste último de retorno de los expedicionarios de Diego de Rojas, un cúmulo de acontecimientos de relevante magnitud hacían del Perú el escenario más candente de la conquista. Francisco Pizarro se enfrentaba a las huestes de Diego de Almagro, a quien hiciera ajusticiar, pero siendo luego derrotado y muerto por los partidarios de Diego de Almagro hijo, en 1541. Poco
después, éste era ajusticiado por orden de Cristóbal Vaca de Castro, elegido por Carlos V para gobernar el Perú tras la muerte de Pizarro.
También por entonces, en ese intrincado y cruento escenario de la conquista, los hermanos de Francisco Pizarro, Gonzalo y Hernando, se rebelaban contra Carlos V y tomaban en sus manos la decisión de condenar a muerte al virrey Blasco Núñez de Vela -designado en 1544- en desacuerdo con las medidas que había implementado, entre ellas, de quitar beneficios de encomiendas. Sin embargo, el cometido del Rey para restablecer la paz en el Perú, comenzaría a tener efecto con el nombramiento del sacerdote y licenciado Pedro La Gasca como Presidente de la Audiencia de Lima.
Cabe acotar que no debe tomarse a las guerras civiles que tuvieron lugar en el Perú como un indicativo excluyente de los fines que animaban a aquellos hombres que descubrían un nuevo mundo. La colonización por parte de España -a diferencia de otras naciones que lo hacían entonces y lo hicieron con posterioridad en diferentes partes del mundo subyugando y esclavizando-, tuvo un sentido misional y cultural que la caracterizó y colocó por encima de otras, permitiendo -por ejemplo- el casamiento entre españoles y aborígenes, la igualdad jurídica y social del indio con el blanco, el dictado de numerosas ordenanzas en ese sentido, un evangelio cristiano para practicarlo en común, la creación de iglesias, escuelas y universidades, además de la enseñanza de diversas artes y conocimientos dirigidos al enriquecimiento espiritual y humanístico y, desde luego, el esfuerzo para la organización territorial y el crecimiento productivo.

Fundación de la Ciudad del Barco

Pizarro y Almagro en el Perú, y Pedro de Valdivia en Chile, llegaron a ejercer en su momento los mayores dominios españoles en la región andina de nuestra América del Sur. De lo que fue la Audiencia de Lima y el Virreinato del Perú, y de la Gobernación de Chile, partieron las corrientes expedicionarias que llegaron a nuestro actual territorio provincial y, por ende, nacional, para fundar y establecer las primeras ciudades.
Con fecha 19 de junio de 1549, ya pacificado el Perú, Pedro La Gasca extendió una provisión real a Juan Núñez de Prado para que llevara adelante una nueva expedición a la región del Tucumán, tras el trágico fin de Diego de Rojas.
Núñez de Prado -de 34 años de edad- siguió el mismo camino que sus antecesores. También llegó a Chicoana, donde Diego de Rojas decidiera tomar la dirección que lo llevó a Maquijata. Allí, el nuevo enviado enfrentó y venció un ataque de indios que dieron muerte a un sacerdote que integraba la expedición.
La marcha de Prado, tenía un cometido decididamente más determinado que las anteriores que se habían limitado a la exploración. Esta vez, el objetivo era establecer una capital para la región del Tucumán.
El 29 de junio de 1550, el lugar elegido fue el valle de Gualán (cerca de la actual ciudad de Monteros en la provincia de Tucumán). Allí, con los procedimientos de rigor (actas, testigos, designación de cabildantes y asentamiento poblacional), Núñez de Prado fundó la Ciudad del Barco, llamándola así en homenaje a Pedro la Gasca que había nacido en la Ciudad del Barco de Ávila, en España.
Pero las reyertas entre los conquistadores no habían terminado del todo. Luego de un enfrentamiento con las huestes de Francisco de Villagra que se dirigía a Chile para apoyar a Pedro de Valdivia, Núñez de Prado, luego de su derrota y forzado sometimiento al dominio territorial de éste, se vio obligado a trasladar la Ciudad del Barco más hacia el norte, para no caer en la supuesta jurisdicción chilena que pretendían sus contrincantes.
En mayo de 1551, se produce el segundo establecimiento de la Ciudad del Barco, dentro de la actual jurisdicción de la provincia de Salta, cerca de la frontera con Tucumán.
Esta vez, Núñez de Prado le extendió el nombre a Ciudad del Barco del Nuevo Maestrazgo de Santiago (por Santiago Apóstol, Patrono de España y de este segundo asentamiento de la capital del Tucumán).
No pasaría mucho tiempo hasta que se decidiera un nuevo traslado de la Ciudad del Barco, debido a los constantes ataques de los indios calchaquíes y a la falta de condiciones apropiadas para el suministro de alimentos.
Tras una marcha de aproximadamente 300 kilómetros hacia el sur, los hombres que ya habían erigido dos asentamientos como capital del Tucumán, llegaban con los bagajes de la ciudad itinerante a un punto que consideraban apropiado para estar fuera de las demarcaciones geográficas que se adjudicaba Valdivia desde Chile, quien desoía las recomendaciones de la Audiencia de Lima de no avasallar territorios del Tucumán. Este sitio estaba sobre la margen derecha del río Dulce (entonces llamado río del Estero), a poca distancia al sur de nuestra actual capital provincial.
Con idénticos representantes de la autoridad real, con las mismas normas para respetar y hacer regir, y con iguales finalidades a las pretendidas en los dos primeros asentamientos, en el invierno de 1552 (se cree que entre junio y julio) se establecía en nuestro actual territorio provincial, la 3ª Ciudad del Barco (lo de 1ª, 2ª y 3ª es por los asentamientos que tuvo y no porque así se la denominara).
Precisamente porque siempre se habló de tres asentamientos de la Ciudad del Barco, cabe citar como dato ilustrativo el estudio publicado en 1918 por Juan Christensen: “La Fundación de Santiago del Estero”, donde habla de cuatro asentamientos anteriores al establecimiento de Santiago del Estero. En efecto,
dando una primera fundación de tiempo muy breve en cercanías del pueblo viejo de San Miguel (Tucumán), luego en el valle de Gualán (la que comunmente se rescata como primera, entre Concepción, Monteros y Santa Ana, también en Tucumán), el tercer asentamiento en la actual provincia de Salta, en el valle Calchaquí a la altura de San Carlos, y el cuarto establecimiento a media legua (sudeste) de la actual ciudad de Santiago del Estero.

Francisco de Aguirre y Santiago del Estero

Mientras tanto, desde Chile, el gobernador Pedro de Valdivia -conocido por los pleitos territoriales que planteaba- instruía al capitán Francisco de Aguirre para que avanzara allende los Andes e incorporara poblaciones y territorios que estuvieran dentro de lo que consideraba jurisdicción de esa gobernación, a pesar que desde la Audiencia de Lima se había ordenado no interferir ni modificar los asentamientos del Tucumán.
Por otra parte, la demarcación territorial de la gobernación de Chile se extendía de norte a sur desde Copiapó (se decía a la altura del paralelo 27º cuando en realidad es 27º,20’) hasta el paralelo 41º en Arauco, y desde la costa del Pacífico hasta no más de 100 leguas marinas al Este (64º,34’52” de longitud). Sin rodeos y para mayor claridad, Valdivia creía que la ciudad fundada por Núñez de Prado entraba en su jurisdicción y, en consecuencia, pretendía, arbitraria y equivocadamente, anexar la Ciudad del Barco (y luego Santiago) a la gobernación de Chile, la cual -como el Tucumán- también dependía de la Audiencia de Lima, en tanto que la Ciudad del Barco se encontraba más arriba de esa latitud y más al Este en longitud, en los 27º,11’,30” y 64º,27’48” respectivamente. Más claro: a lo alto y a lo ancho, fuera de la jurisdicción chilena. Los posteriores traslados, tampoco entraban en los límites asignados a Chile, Sin embargo, las pretensiones anexionistas persistirían.
Por cierto, este pleito quedaría superado diez años más tarde, cuando por Cédula Real del 29 de agosto de 1563, se determinaron los límites de las gobernaciones de Chile y del Tucumán. Pero los acontecimientos de entonces, llevaron a que Aguirre iniciara su marcha hacia el Tucumán.
En 1549, por disposición de Valdivia, Aguirre había refundado en Chile la ciudad de La Serena, tras haber sido diezmada por los araucanos (hoy en día una atractiva ciudad de características coloniales, llamada así en homenaje, precisamente, a Pedro de Valdivia que había nacido en Villanueva de La Serena, España). La marcha de este capitán español -nacido en 1500 en Talavera de la Reina- no tuvo impedimentos hasta su llegada a la Ciudad del Barco en febrero de 1553.
Los historiadores coinciden en señalar que Francisco de Aguirre ocupó con 60 hombres bien armados la Ciudad del Barco en ausencia de Núñez de Prado, que se
encontraba explorando la región de Famatina a más de cien leguas de distancia. Hasta allí mandó soldados el capitán Aguirre para hacerlo prisionero y enviarlo a Chile.
Instalado un nuevo Cabildo, Aguirre hizo reconocer los títulos que traía desde Chile. Pero al poco tiempo, desconoció derechos territoriales a Valdivia y reclamó al Rey de España que le otorgara la gobernación del Tucumán.
A todo esto, decidía el traslado de la 3ª Ciudad del Barco a escasa distancia hacia el norte (media legua), denominando a la ciudad que levantaba el 25 de julio de 1553 (¿ó 23 de diciembre?) con el nombre de Santiago del Estero, en virtud de Santiago Apóstol y también instituyéndolo como Patrono de la misma, como antes lo había hecho Núñez de Prado con la Ciudad del Barco del Nuevo Maestrazgo de Santiago.
El modo y la forma en que se sucedieron los acontecimientos hasta entonces, dejaron abiertos ante la historia, diversos aspectos para discutirlos. Uno de ellos el del traslado o fundación de Santiago del Estero. No obstante, resulta innegable el hecho del proceso irreversible de asentamiento definitivo y consolidación de la ciudad establecida por Aguirre.
Más allá de las consideraciones de los historiadores y del criterio de quienes se debaten entre la fundación o traslado de la ciudad, o contraponer la fecha del 29 de junio de 1550 en que Núñez de Prado fundó la Ciudad del Barco por primera vez, a la del 25 de julio de 1553 en que Aguirre dá nacimiento a Santiago del Estero, lo cierto es que Santiago del Estero cumple este año de 2003, 450 años de existencia, y de uno u otro modo es la “Madre de Ciudades” de nuestro país.

450 años de Santiago del Estero

El 29 de junio de 1550, el capitán Juan Núñez de Prado -proveniente de Potosí y designado desde la Ciudad de los Reyes, Lima- funda en la región del Tucumán la Ciudad del Barco (a la altura de lo que hoy es la localidad tucumana de Monteros), llamándola así en homenaje al sacerdote y licenciado Pedro La Gasca, Presidente de la Audiencia de Lima, que había nacido en la ciudad del Barco de Ávila, en España. En 1551, la lleva más al norte, entre las actuales ciudades salteñas de San Carlos y Rosario de la Frontera. En 1552, la traslada nuevamente más de 270 kilómetros al sur y funda por tercera vez la Ciudad del Barco, entre 1,5 y 2 kilómetros de distancia (sudeste) de lo que hoy es la ciudad de Santiago del Estero.
En 1553, el capitán Francisco de Aguirre -proveniente de Chile- traslada la Ciudad del Barco y establece la ciudad de Santiago del Estero, llamándola así por Santiago Apóstol, Patrono de España, y por el río del Estero (nombre que se le daba entonces al río Dulce).


Nunca se ha puesto en duda la obra fundacional de Núñez de Prado con la Ciudad del Barco, ni mucho menos nadie ha pretendido dejar en el olvido lo que hizo, como tampoco es el caso desconocer y revertir el proceso histórico que sobrevino a partir del surgimiento de Santiago del Estero efectuado por Aguirre.
Si bien se han encontrado fragmentos del acta fundacional de la Ciudad del Barco, y entre otras consideraciones se argumenta el hecho de que el 13 de febrero de 1555, por decreto de la Real Audiencia de Lima, se manda restituir a Núñez de Prado como gobernador del Tucumán (a partir de lo cual surge el misterio de su nunca develada desaparición, luego de presentarse ante el Cabildo de Chile que anunció públicamente su designación), existen asimismo criterios que sostienen el nombramiento de Aguirre como gobernador en tres oportunidades, la primera partir
de marzo de 1554, luego de ser teniente de gobernador de Valdivia, y luego en 1563 y 1569 (nombrado ya por los virreyes del Perú con aprobación real), que llevan a
decir que, al momento de surgir Santiago del Estero, no hubo después nada que revocara el hecho, siendo el proceso temporal a través de los siglos -con todo lo que ello implicó y significa-, la afirmación de esta ciudad: “Madre de Ciudades”.
Después de 450 años de existencia, ¿sería el caso cambiar a Santiago del Estero por la Ciudad del Barco, cuando todo lo que ocurrió durante cuatro y medio siglos fue dentro de su seno e identidad?
Desde luego que Núñez de Prado fue el fundador de la primera ciudad que se asentó en nuestro territorio, como también es cierto que Aguirre la mudó y le cambió el nombre, dejando a la posteridad abierta una discusión que parece no haber terminado.
Pero de lo que se trata en este año tan particular de 2003, es de celebrar, concretamente, los 450 años de Santiago del Estero, como santiagueños. Sin que ello sea óbice para también conmemorar los 453 años de la primera Ciudad del Barco.
En este sentido, podríamos decir que nuestra ciudad capital, y por ende la provincia que surgió de su seno, no dejará de ser lo que es y lo que será por una cuestión de fechas y de nombres que, en definitiva, se confundieron en una época compartida de intrincados episodios que, a pesar de haberle dado origen, están superados en el tiempo, y de ninguna manera alterarán su identidad y destino.
Esta ciudad ya no es ni de Prado ni de Aguirre. Obviamente nació con ellos, porque es la consecuencia de lo consumado por ambos. Pero por sobre todo, es de los santiagueños y sus generaciones venideras, como lo fue de sus ancestros que cobraron y nos dieron identidad propia, contribuyendo a la formación, independencia y crecimiento de nuestro país.
Más allá de lo hecho en su tiempo por Núñez de Prado y Francisco de Aguirre; el primero por su génesis fundacional, y el segundo por dar nacimiento desde Santiago del Estero a nuevas poblaciones, costándole en ello hasta la vida de su hijo Valeriano en un enfrentamiento con los calchaquíes, Santiago del Estero es el resultado definitivo de lo que fue una ciudad itinerante que, al cambiar de nombre y de lugar, se convirtió en madre de ciudades.
La presente síntesis no tiene la intención de derrumbar criterios formados, cualesquiera sean, ni mucho menos apuntar a un juicio de valor particular en la visión de los hechos.
La cuestión medular de todo esto, y si cabe algún juicio y revisión de la misma exigiendo una mayor profundización en su tratamiento, no corresponde al caso y finalidad de este texto que está dirigido a mostrar en forma sintética lo que fue el proceso fundacional de la ciudad de Santiago del Estero.
Esta reseña, sólo pretende contribuir a dar una breve información, lo más clara posible, sobre los hechos fundacionales de la Ciudad del Barco y Santiago del Estero -lo que implica al mismo tiempo el origen de nuestra provincia y desde luego
de la Patria-, como un aporte a nuestra comunidad y a quienes visiten nuestra ciudad en sus 450 años.

Ciudades fundadas por Santiago del Estero

Londres (Catamarca): 1558 (Juan Pérez de Zorita). Posteriores traslados en 1607 y 1633.

Tucumán: 1565 (Diego de Villarroel).

Córdoba: 1573 (Jerónimo Luis de Cabrera).

Salta: 1582 (Hernando de Lerma).

La Rioja: 1591 (Juan Ramírez de Velasco).

Jujuy: 1593 (Francisco de Argañaraz y Murguía).

Catamarca: 1683 (Fernando de Mendoza de Mate de Luna).


Otras poblaciones fueron fundadas al promediar el siglo XVI por expediciones que partieron desde Santiago del Estero, pero que a raíz de levantamientos aborígenes o por fenómenos naturales desaparecieron, resurgieron por breve lapso o perduraron en menor importancia que las capitales existentes hoy en día. Así fueron los casos de Córdoba de Calchaquí, establecida en 1559 donde había estado la 2ª Ciudad del Barco (territorio salteño) y Cañete, en 1560, en proximidades de la primera Ciudad del Barco (territorio tucumano).

En 1566, Diego de Heredia funda la ciudad de Esteco (territorio salteño) que llegó a ser una de las más ricas y florecientes ciudades del Tucumán.

En 1567, Diego de Pacheco cambia el nombre de Esteco por Nuestra Señora de Talavera (o Talavera del Esteco), trasladada en 1592 por Ramírez de Velasco a Nueva Madrid de las Juntas (desaparecida en 1692 por un terremoto e inundación del río Juramento).

En 1577, el gobernador Gonzalo de Abreu fundó otros dos asentamientos poblacionales que desaparecieron ese mismo año: San Clemente (en territorio tucumano) y San Clemente de la Nueva Sevilla (en territorio salteño).

A estas poblaciones siguieron otras como Nueva Madrid de las Juntas, entre Córdoba y La Plata, luego Sucre (Ramírez de Velasco), San Salvador de Velasco, en Jujuy (Francisco de Argañaraz y Murguía), desaparecidas también éstas, pero que fueron abriendo el camino expansivo de la epopeya fundacional de nuestro actual territorio argentino, a partir de Santiago del Estero y del establecimiento de las principales ciudades del noroeste y centro que surgieron a su impulso y que le ha valido el justo calificativo de “Madre de Ciudades”.

Fuentes y citas: Nueva crónica de la conquista del Tucumán y Conquista y Organización del Tucumán (Roberto Levillier, 1928). El conquistador Francisco de Aguirre (Luis Silva Lazaeta, Chile 1904). La Fundación de Santiago del Estero (Juan Christensen, 1918). Francisco de Aguirre (Amalio Castro Olmos, 1939). Historia de Santiago del Estero, Siglos XVI-XIX (José Néstor Achával, 1988). Santiago del Estero, Noble y Leal Ciudad (Orestes Di Lullo, 1947). A las orillas del río Dulce (Fray Eudoxio de Jesús Palacio, 1953). Historia de la conquista del Paraguay, del Río de la Plata y del Tucumán (Pbro. Pedro Lozano, 1873). Referencias de Jaimes Freyre. Historia de Santiago del Estero (Luis Alén Lascano, 1992). Los Capitanes de Rojas (Clemente Cimorra, 1945). Nuevos Descubrimientos en el Norte Argentino (Pablo Fortuny). Alfredo Gargaro (Revistas de la Junta de estudios Históricos de Santiago del Estero, números 21 y 23). Hechos, hombres y cosas de las Indias Meridionales, en el siglo XVI (Ed. Losada, 1963). Lecciones de Historia Argentina (José Manuel Estrada, 1898). El País de la Selva (Ricardo Rojas, 1905). El Sentido Misional de la Conquista (Vicente Sierra. Edición 1980). Europa y América (Luis Arocena y Julio César González, 1945).

La primera ciudad

Habían bajado de lo más alto de las “Indias hechas América”, entrando por Humahuaca hasta el Aconquija. En las faldas de los cerros tucumanos (cerca de la actual Monteros), se asentó la tercera expedición de los españoles que venían del Cuzco, de la Ciudad de los Reyes y Potosí.
Un 29 de junio de 1550, llamaron ciudad del Barco a ese reducido y primer establecimiento poblacional, con el fin de darle una capital a la vasta región de la provincia del Tucumán. Pero al cabo de algunos meses, el capitán fundador, don Juan Núñez de Prado, tuvo que disponer su traslado a los valles calchaquíes (hoy localidad salteña de San Carlos), buscando evitar incorrectos reclamos jurisdiccionales de Chile -que lo habían llevado a una derrota armada frente a los hombres del capitán Villagrán-, y eludiendo el asedio de belicosos juríes y diaguitas.
En 1551, en la nueva ubicación, a su ciudad del Barco le agregó: del Nuevo Maestrazgo de Santiago (en homenaje al Presidente de la Audiencia de Lima, Pedro La Gasca, nacido en la ciudad del Barco de Ávila, y en honor al Apóstol Santiago el Mayor, Patrono de España). Y por similares circunstancias que antes volvió a transportarla, pero esta vez -al decir de Ricardo Rojas- “dejando atrás el país de la montaña, del reino calchaquí, para entrar en el país de la selva”, el de la boscosa llanura santiagueña.
Crónicas imprecisas, pero quizás aproximadas, nos dicen que fueron entre 150 y 200 los primeros llegados a estas tierras, entre soldados, civiles, pocas familias, indios auxiliares y dos sacerdotes. Al comienzo de la gesta, sólo habían sido 84 los hombres que salieron junto a Núñez de Prado.
Ciudad andante la del Barco tercera. Sus itinerantes pobladores traían a cuestas bagajes y enseres para la vida diaria. Los soldados cuidaban de las cargas más pesadas a lomo de mulas y caballos: armas, bastimentos para levantar en primera instancia tiendas de campaña, bolsones con maíz americano, trigo y cebada para hacer el pan, semillas para la siembra del zapallo, porotos y otros productos de la tierra; gallinas en jaulones, vasijas y zurrones de cuero para almacenar agua pura y aceite, a la vez que arreaban un importante número de ganado (yeguas, potros, ovejas y cabras), con destino a las chacras que formarían.
Ya tenían idea y pericia de cómo recomenzar una ciudad.
El lugar elegido para afincarla fue un sitio despejado entre la tupida vegetación, sobre la margen derecha del río del Estero (así se llamaba el río Dulce), estimado entre 1400 metros y 2 kilómetros al sur de la actual capital santiagueña, o probablemente en el ángulo que conforma la avenida Alsina con la calle Independencia. En coordenadas geográficas, como en los dos asentamientos
anteriores, escapaba al territorio que la Audiencia de Lima le concediera a Chile, aunque su gobernador, Pedro de Valdivia, pensaba lo contrario debido a cálculos erróneos (o intencionados), manteniendo el plan de incorporarla a sus dominios.

Entre Prado y Aguirre

Era el mes de julio de 1552. La marcha había sido agotadora, luego de tres años de duras jornadas desde que partieran un 8 de octubre de 1549 de Potosí. El hecho de enclavar allí el rollo de la justicia, pregonando la fundación de la ciudad, el nombre de sus regidores y las recomendaciones a cumplir, sin duda era un importante acontecimiento esperado. Pero, seguramente, la magnitud de la trascendencia histórica que llegaría a tener, no era ni remotamente imaginada en ese instante de la aventura de la conquista del Tucumán, en que Núñez de Prado y su caravana se detenían en medio de la selva virgen, abrumados por la soledad y el misterio de su inmensidad y espesura, metidos en la oquedad inquietante de lo desconocido, y en la profundidad de un silencio sólo roto por el tenue murmullo de un río y los discontinuos sonidos de algunas aves de su entorno silvestre.
Las primeras semanas, parecía un vivac de campaña, mientras se construían pocas y pequeñas casas de adobe que rodeaban el sitio delimitado como plaza (en rigor, un cuadrángulo de campo raso), el que sólo contaba con la sombra de algunos algarrobos.
Así, la aldea con título y cometido de ciudad capital del Tucumán, comenzaba a asentarse frente a un río manso, pero de infalibles crecientes que la obligarían a retroceder un poco en más de una oportunidad, para evitar que las aguas la destruyesen.
Al poco tiempo, ya se destacaba el modesto cabildo que también era de adobe, con techo de paja y tierra apisonada que se extendía a un costado hasta formar una rústica galería con soportes de quebracho.
Un fuerte con maderas y palos informes que albergaba a la soldadesca española, y una “iglesita” (una ermita que al comienzo fuera de enramada) a la que concurrían todas las tardes los vecinos, se levantaban a poca distancia de una tupida vegetación que se mostraba de fondo a la naciente ciudad, que cobijaba los sueños y esperanzas de sus primeros pobladores.
Aunque no se pueda hablar de delimitaciones ni manzaneos documentados, puede inferirse que entre las primeras disposiciones se distribuyeron los dominios para solares y chacras. Así se hacía en aquella época y a partir de ello se producía y se pagaban tributos a la corona.
Testigos que allí estuvieron permiten significar que al nuevo asentamiento le precedía una concepción ya formada de ciudad, tal la referencia de don Díaz Caballero sobre la segunda ciudad del Barco: “Prado mudó la ciudad... y la puso como él la tenía antes”. Por otra parte, su fundador venía de ser alcalde de minas de la Villa Imperial de Potosí, habiendo tenido a su cargo la medición y reparto de posesiones, como injerencia en el diseño y ubicación de calles y solares, cuando principiaba en la ciudad del metalífero cerro, la construcción de los templos de San Francisco, Santa Bárbara y San Lorenzo, allá por 1548.
Al paso de unos meses, las huertas contaban con diversos cultivos, higueras y parrales. Más atrás, se abrían irregulares hoyos para mayores labranzas, hechos con “palos puntiagudos” pues aún no se empleaba el arado tirado por bueyes, y despuntaban los trigales con sus cristalinas espigas meciéndose en la monotonía de esos días. Y sin mayores demoras, con la ayuda de los aborígenes que eran diestros en crear sistemas de irrigación, comenzaron a cavarse las primeras acequias para llevar agua del río a los sembradíos.
De ese modo comenzó a formarse la ciudad de Núñez de Prado, hasta la llegada desde Chile del capitán Francisco de Aguirre, que en febrero de 1553, en ausencia de aquél, irrumpió ante los cabildantes proclamándose teniente de gobernador por mandato de Pedro de Valdivia.
La historia que siguió es la que aún hoy se discute. No obstante el dictamen de la Academia Nacional de la Historia a favor de Aguirre, ciertas preguntas siguen latentes: ¿La fecha fundacional de la capital santiagueña, debe ser la que corresponde a la ciudad del Barco, o a la mudanza o fundación efectuada por Aguirre el 25 de julio de 1553 (de acuerdo a lo que se desprende de actas capitulares), llamando al nuevo asentamiento Santiago del Estero? ¿Ó 23, ó 24 de diciembre de ese mismo año, como también llegó a sostenerse, a partir de una probanza que da cuenta que Aguirre partió a Chile el 23 de marzo de 1554, “a dos o tres meses de haber poblado la ciudad”?
Nuestro propósito no es detenernos en esto, sino aproximarnos a lo que fue una y otra ciudad que, en definitiva, se encontraban en un mismo ámbito geográfico y circunstancial.
Aunque se habló de “mudanza”, la ciudad de Aguirre tuvo nueva entidad jurídica, nuevas autoridades, nuevas construcciones y, obviamente, nuevo sitio. Los testimonios más verosímiles, aseguran que estuvo enclavada en el corazón del Parque Aguirre, extendiéndose hacia el río Dulce, más allá de la actual avenida costanera, y recostándose hacia el oeste sobre la prolongación de la calle Urquiza.

Los primeros tiempos

Se le llamó “pueblo viejo” a lo que quedaba de la ciudad del Barco. Con el tiempo, efectivamente, el río había ganado y desmoronado gran parte de ella, tal como lo previó Aguirre al argumentar su traslado temiendo inundaciones y buscando un lugar más apropiado para darle acequias a la ciudad. Pero aún quedaban allí algunas quintas y chacras cercanas al pueblo nuevo que “vinieron a servirlo”.
Muy pequeño era Santiago. Parecía un paraje en ese tiempo, pero poco a poco se construían sus casas, más bien ranchos pajizos, que se agrupaban alrededor o cerca de la plaza y el cabildo, no sólo para hacer un centro poblacional, sino también -al decir de Fray Euduxio de Jesús Palacio- “como una manera de prevenirse mejor ante el peligro de temibles ataques, tanto de irreductibles aborígenes como de fieras salvajes que merodeaban los bosques circundantes”.
Las construcciones no eran mejores que otrora las del Barco. También en Santiago, al igual que en el “pueblo viejo”, las modestas moradas no eran seguras. Carecían de cimientos y gran parte de ellas estaban hechas con horcones, quinchas, tierra arenisca y techos de paja y barro, poniendo en riesgo su estabilidad ante fuertes tormentas.
Igual que antes, y como era costumbre en cada fundación o traslado, se implementarían las disposiciones para dividir y empadronar la tierra a repartir entre soldados, pobladores y encomenderos.
“Tierra de promisión” la llamó su fundador al abrir acequias y comprobar la fertilidad de su suelo, contemplando las blancas extensiones de algodón y las abundantes cosechas que hacían presagiar un futuro venturoso.
Sin embargo, vendrían tiempos muy duros que afrontar. La conquista misma del Tucumán encerraba un drama agresivo y sangriento, que envolvía a conquistadores contra conquistadores, y a éstos en frecuentes luchas contra irreductibles guerreros aborígenes. Tiempos en los cuales el desafío de la colonización se confundía con la lucha por la supervivencia.
Santiago no estuvo excenta de la miseria y la amenaza de despoblarse, no bien Aguirre partiera a Chile ante la probabilidad de gobernarlo, tras la muerte de Valdivia en combate con los araucanos.
Entrado el otoño de 1554, la vida diaria de la población se tornaba insostenible, a causa de los constantes ataques de los indios, día y noche. Asediada y sitiada por juríes y calchaquíes, todo comenzaba a faltar. No había siembra ni cosecha. Las provisiones se habían terminado. Nada se podía esperar de afuera. El aislamiento se hacía sentir cada vez más y extremas eran las necesidades. Según testimonios de entonces, los pobladores llegaron a “vestir cueros de animales y alimentarse con hierbas, raíces, cardones y hasta cigarras y langostas”.
Luego de estar una década en Chile, al propio Aguirre le costaría más de un año su marcha de regreso (con provisiones, simientes para el cultivo y ganado vacuno de sus haciendas de Coquimbo y Copiapó) por las luchas que debió entablar con los juríes y calchaquíes que los enfrentaban. Feroces combates donde perdió la vida su hijo Valeriano.
Sin embargo, Santiago del Estero resistiría, y su fundador (más allá de las discusiones historigráficas de nuestro tiempo sobre sus merecimientos, deméritos o fechas fundacionales en cuestión), daría pruebas de temple, voluntad y capacidad para socorrerla, defenderla, mantenerla en pie y convertirla en “madre de ciudades”.
Superadas las penurias y atenuadas las hostilidades con los indios, merced a las acciones y estrategias de Francisco de Aguirre, dominando rebeliones y venciendo resistencias “para limpiar los caminos de tránsito al Perú”, Santiago pudo afirmarse como cabecera y centro irradiador de nuevas poblaciones y ciudades, para la interrelación, la producción y el crecimiento de las colonias.
Contrastando con la observación del arquitecto Roberto Delgado acerca de que el primer plano elaborado y conocido de la ciudad de Santiago del Estero surge con el gobierno de Absalón Rojas (1886-1889) y por lo tanto no se puede concluir con certeza sobre cómo fue la distribución de la misma en sus comienzos, no han faltado estimaciones deductivas, como las de fray Palacio, a partir del hallazgo de trazados de ciudades fundadas por Santiago, como La Rioja que tenía 20 manzanas de ejido, razón por la cual estimaba que la capital del Tucumán debió ser más grande que otras poblaciones de aquel momento.
En tal sentido, sugería que en sus tres primeros años, Santiago pudo haber tenido aproximadamente 80 manzanas (entre las pobladas y para repartir), cada una dividida en cuatro solares, las que se extendían en un radio de 700 metros, desde la plaza a la periferia de las chacras. Otros investigadores, coinciden en señalar que las principales construcciones se hallaban cercanas al río y las chacras se extendían a lo largo de la acequia real (hoy avenida Belgrano).
No hay datos precisos sobre el número de viviendas que pudieron haber, pero según razonados puntos de vista, al promediar 1554 serían alrededor de 50 las modestas moradas de Santiago, además del cabildo, el fuerte, un hospital en el que se atendía por igual a indios y españoles -tal cual lo afirma Vicente Oddo-, algunas otras dependencias reales y una humilde iglesita de adobe, que en 1557 sería reemplazada por la de San Francisco y por otros conventos que irían instalándose, como los de las órdenes mercedaria y dominica.
Debió pasar algún tiempo para que la pequeña aldea creciera un poco más. Mientras tanto, los habitantes del poblado transcurrían sus días consagrándose a cultivar la tierra, a organizarse como comunidad, a crear las condiciones propicias para el progreso colonizador.
El sistema de trabajo y de recompensas era el de las encomiendas, consistente en repartir la tierra por derecho de conquista entre jefes, oficiales y otros elegidos entre soldados y civiles, para heredarla, cultivarla y entregar a la corona una tasa de servicio en relación a la cantidad de producción. Esta especie -que sin duda representó uno de los puntos más discutidos y efervescentes de la conquista de América, tanto por ambiciones desmesuradas que no faltaron, como por rebeliones al sometimiento de los nativos en algunas colonias españolas, como se dio en México y el Perú-, importaba concesión de derechos a los conquistadores sobre las tierras y sobre los indios que se avenían a tal régimen cambiando trabajo por alimentos, educación en la religión cristiana, cuidado de sus ancianos y enfermos, siendo eximidos de todo tributo en su situación de vida y de trabajo, o recibiendo algún ganado o parte de lo que producían. Sistema que imperó por muchos años hasta que se establecieron medidas más equitativas para el trabajo y la condición social de los indios y el freno a las encomiendas que eran hereditarias por generaciones.
En su libro “Noble y Leal Ciudad”, Orestes Di Lullo nos dice que “en 1586, la capital del Tucumán servía y era servida por 48 encomenderos y 12.000 indios”. Seguramente, esta cifra no tendría significativa variante con respecto a los primeros años de Santiago.

La vida diaria

El desafío era grande, duras las tareas, y todo en medio de un tiempo turbulento, de intrincadas situaciones propias del proceso en gestación. “Es cierto que hubo sangre y lágrimas en la conquista del Tucumán -nos dice Lucía Gálvez de Tiscornia-, pero también hubo sol serrano, olor de yuyos, risas de los mestizos, parloteo de las indias, agua de los arroyos, y algo debía haber para que los españoles se quedaran, y ya sabemos que no era ni oro ni plata”. El propio Francisco de Aguirre llegaría a escribirle al Rey de España pidiéndole ayuda y terminaría sus días sumido en la pobreza.
Pasados los peores momentos, la vida diaria en Santiago tenía sus componentes de trabajo, de aprendizaje mutuo de artes y lenguaje entre españoles y nativos y, desde luego, de momentos de entrega a las costumbres y distracciones.
Con el concurso de los indios y las indias que bastante sabían de trabajar en cultivos, hilados y cerámica, en las chacras se realizaban las tareas agrícolas, y además de algunos talleres de alfarería y de elementos de madera para diversos usos, en varios solares se establecieron obrajes textiles de tejidos de lana para sobrecamas, de algodón para prendas de vestir, ponchos, calzados trenzados (alpargatas), sombreros y otras confecciones que se enviaban para su venta a Potosí. En sus artesanías usaban gran variedad de colores que sabían preparar obteniendo los tintes de árboles y frutos. Mas pudo ser -comenta Delgado- que algunas viviendas, o detalles de ellas, fueran pintadas con las tinturas indígenas.
Más adelante, también se empezaría a mandar ganado vacuno que a veces faltaba en el Perú y en Santiago se había acrecentado en pocos años con especial impulso desde los días en que Aguirre dotara desde Chile los primeros y limitados hatos para consumo y reproducción. También había “miel y buena en abundancia, la cual sacaban a Potosí en cueros”, y “el pan era el mejor del mundo”, relataría fray Reginaldo Lizárraga al transitar por el Tucumán, camino del Perú a Chile.
Las costumbres culinarias y alimenticias se confundían en lo habitual de las relaciones entre naturales y colonos. De la caza de liebres, guanacos, tarugas (especie de venado, taruca en quichua), perdices, vizcachas, conejos, quirquinchos, patos, garzas, palomas y otros animales silvestres, y de la pesca de sábalos, dorados y bagres, que realizaban con redes y arpones en el Misky Mayu, los indios cocinaban gustosos guisados a fuego de leña, también el locro resultaba del preparado que hacían de maíz, con carne fresca o secada al sol con sal (charqui) y zapallo. Asimismo, tenían otras formas de aprovechar el maíz, como el aunca o amca (maíz tostado), el mote (hervido), tulpo (harina de maíz) y sopa de maíz molido con sal, y por supuesto la chicha que la guardaban en tinajuelas. La algarroba era para juríes y diaguitas otro de sus principales productos de consumo de la cual hacían patay (pan de esta harina) y elaboraban para beber la fermentada y fortísima aloja. La tuna y los frutos del mistol, el chañar y el piquillín también constituían parte de su alimentación. Quizás no faltaría el tabaco (que se daba en la zona de los sanavirones y comechingones cercana a Córdoba), que se enrollaba o se machacaba para fumarlo en chala.
Los españoles, que solían compartir viandas y recetas con los nativos encomendados, no dejaban de añorar comidas típicas de la península, pero en Santiago del Estero las suplían muy bien con sustanciosos preparados de sus cocineras indias y sabrosos pucheros de gallina, carne vacuna e incluso porcina, al estilo español con tocino saldo, y el suculento añadido de los manjares originarios de la tierra americana: porotos, papas, choclos y zapallo. Y muy probablemente ya se daría en Santiago la batata, la que al conocerse en Europa mereciera el elogio de William Shakespeare. Tampoco faltaban los dulces ni el vino autóctono que se hacía desde que el sacerdote Juan Cidrón -venido de Chile con experiencia sobre el particular- comenzara a elaborarlo con la vid que se producía en las quintas de la capital del Tucumán en 1555.
La actividad en las chacras para nada resultaba poca. Además de las faenas de labranza, diversos eran los productos que se elaboraban, entre ellos jabón y velas de sebo, cuya pasta se hacía en grandes ollas de fierro, del mismo modo artesanal que en Europa, pues la fabricación del jabón recién se extendería en Inglaterra en el siglo XVII y su industrialización científica con agregados aromáticos tardaría hasta comienzos de 1800 (recordemos que en Buenos Aires,
la primera jabonería industrial fue la de Vieytes, donde se reunían los principales revolucionarios de Mayo). Los indios, que acostumbraban bañarse en el río con frecuencia (costumbre a la que Hernán Cortéz le llamara en México “el gran vicio americano”), ya obtenían espuma como jabón de la corteza de ciertos árboles como el quillay, o de la raíz de un espino, llamándolo ttacsana roque o sapona-ttakhsaña.
A la pregunta de cómo encenderían el fuego para cocina, calor y lumbre, los indios seguían haciéndolo como antiguamente: raspando la piedra entre hongos y hojas secas, machacando con yesca, y una vez acabada la llama, cubriendo las brasas con ceniza, conservándolas al rescoldo, para volver a encender los leños al día siguiente y así sucesivamente, sin necesidad de prender con yesca nuevamente. Para iguales usos y sus velas de sebo, los españoles lo harían pistoneando pólvora (el fósforo recién se descubriría en 1669).

Cultura y tradición

¡Claro que eran tiempos difíciles, de infortunios y penurias! La tragedia de la intriga y la discordia de los poderes personales entre sucesivos gobernantes (cárcel, torturas, sentencias, muertes, sublevaciones y destierros) y de las encarnizadas luchas con bravíos naturales, imperó por largos años. Sobre esto último, la agresión de los salvajes hizo caer una por una las primeras ciudades fundadas desde Santiago. Hacia 1564, la provincia del Tucumán había quedado reducida a su capital. Sin embargo, hubo también intervalos de calma y nuevas campañas pobladoras merced a la victoria de ciertos caudillos, como en su momento lo logró Aguirre.
Por encima de toda adversidad, Santiago comenzaba a marcar sus primeros rasgos de comunidad indo-hispano-americana. A semejanza de los versos de Rubén Darío, en ella “caía la semilla de la raza de hierro que fue España, con la fuerza del indio de la montaña”.
Valga reiterarlo: en el escenario de la conquista hubo episodios desgraciados, menores y extremos, pero en el intento de penetrar en lo que fue la vida diaria en los primigenios días de Santiago del Estero, vamos al rescate de lo que obró en la historia para darle a ésta sentido y fin de grandeza, aún desde las pequeñas cosas.
Las costumbres y hábitos de esparcimiento se ponían de manifiesto en diversos aspectos: juegos, tertulias, música y danzas. Los indios lugareños ejecutaban su música en flautas de caña (pincullos), cornetas, silbatos con los que imitaban el canto de los pajaros, ocarinas y tambores de membrana, y en sus fiestas como el chiqui y la challa de los pueblos andinos, eran muy dados al baile y a la danza con sones guerreros, practicaban la alfarería y habían aprendido juegos y destrezas a caballo.
En su libro “Idiomas Aborígenes”, Carlos Abregú Virreira nos cuenta que los lules y tonocotés, llamados juríes por los diaguitas (de suris-avestruces, por su ligereza), alternaban sus ceremonias con la práctica del deporte, demostrando notables habilidades en juegos de pelota y en la chueca, de gran similitud al hockey, que ya conocían antes de la conquista. Y entre los más característicos estaba el concullu que consistía en llevar a uno en la espalda prendido del pescuezo, con las piernas sujetadas por los brazos del cargador. Es el famoso unculitu de Santiago.
Los españoles, a su vez, sin dejar de atender diariamente los asuntos militares y menesteres de caballería en el fuerte o en sus propias haciendas, al descargarse de obligaciones, o luego de un merecido descanso al regresar de prolongadas exploraciones y agotadoras misiones, se entretenían en tirar al blanco con arcabuces y ballestas, en jugar a los dados o a los naipes, en carreras equinas o lances de esgrima, gustando asimismo de la pesca que hacían con anzuelos, y no obstante la rudeza que su empresa les había marcado en el rostro y el comportamiento, en su espíritu no habían perdido el lado sensitivo de interpretar canciones acompañadas con vihuela y recitar romances castellanos. Sus esposas también lo hacían en las tardes o en las noches calladas y abrumadoramente solitarias de la comarca santiagueña.
La referencia de algunos cantos y poesías que los vecinos de la capital del Tucumán interpretaban en aquella lejana época, puede recabarse en las ediciones que tenían sobre esos géneros llegadas de España con fecha de 1554 y 1555, como ser el “Libro de Música para Vihuela”, compuesto por Miguel de Fuenllana, “Criollos y Criollas” (en español y quichua), cancioneros como “La Virgen y el ciego”, “La Catalinita” y “Romancero General”, que en su primera parte contenía el popular “Romance del Moro Azarque” (...“Azarque viue en Ocaña / desfterrado de Toledo, / por la bella Zelindaxa / y una Mora de Marruecos... / Mora de los ojos mios / Mal aya el amor cruel, / que flechando el arco cierto, trafpaffa de vn folo tiro / vafallos y Reales pechos, / Mora de los ojos mios...).
Desde luego que las canciones poéticas no eran privativas de los españoles. El dolor del alma por la ausencia del ser querido se expresaba también en el yaraví incaico y el huayno del altiplano, que eran las más tiernas de las canciones quichuas que resonaban en el hábitat del monte santiagueño a través de los instrumentos vernáculos de los juríes y de los aborígenes que habían llegado como auxiliares de las expediciones fundadoras de Prado y Aguirre (“Purunmanchu huaccac rini / astahuami llaquiy miran, / yuyachihuan kamta purim / huaylla, pampa, huayeeo, quírai”. Si salgo a llorar al campo / más se
aumentan mis pesares / porque me acuerdan de tí / bosques, montes, prados, valles).
De esta trama musical surgiría con el tiempo la vidala, con su tocante mensaje de amor que hace doler, desgarrando el alma como ningún otro canto. En tanto, el espectro andaluz de la conquista (que tenía sus versificadores populares en el siglo XVI en Juan de Castellanos, Pedro de Oña y Gaspar de Villagra, y hacía cantar a los españoles después de las peleas), se presentaría junto a la vidalita, cabalgando en ella, excluyente de penas y cargada de chanzas, contraponiéndose a los lamentos de la vidala. Ya en tiempos de la emancipación, las cholas de Tucumán recogieron lejas canciones heroicas, amatorias y ponderativas, que habrían de influir en el estilo de las vidalitas del general Lamadrid.
No es ligero suponer que en la particular idiosincrasia del santiagueño, cuando rompe la tristeza y la trastoca en alegría, encontrando siempre la veta de humor en los aspectos más controvertidos de la vida cotidiana, se sintetizan aquellas influencias ancestrales.
Paulatinamente la mezcla de lo indígena y lo español irían configurando y enriqueciendo el acervo folclórico de Santiago y el Tucumán, con el carnavalito y sus sones de flautas y quenas incaicas que parecen silbidos del viento en las montañas, el gato con el repiqueteo de las castañuelas de origen español y audacias quichuas, la zamba donde reluce el pañuelo con avispeos criollos y dibujos arabescos que influyeron en España, la chacarera (también en su origen con castañuelas) con sus rasgueos de guitarra y retumbos de bombo llamando a sacrílegos ritos de bosques seculares y coplas bilingües en quichua y castellano, el pala-pala interpretando la acción de ciertos animales, el escondido donde lo esquivo y la conquista se confunden entre el hombre y la mujer, diciendo ella al final: “Salí escondido salí, / salí que te quiero ver; / aunque las nubes te tapen, / salí si sabes querer”. Y así el malambo con su hechizo que arrastra dejos de danzas incaicas y destrezas criollas, y tantos otros bailes y canciones que nos llegan de nuestros ancestros que poblaron el antiguo Tucumán.
¡Qué contraste de improntas culturales entre lo aborigen y lo hispano se conjugaban en el origen de Santiago! ¡Qué riquezas de ancestrales y milenarias esencias de lo indígena y lo español daban naciente a un nuevo verbo, al ir transformándose con el tiempo en nuestras tradiciones!
Como esos rasgos del folclore, así también nos han llegado los fundamentos de las creencias y la fe.
No hay pruebas ni versiones contundentes que nos hagan conocer con exactitud los momentos y lugares en que los indios que habitaban en las cercanías del Santiago del siglo XVI realizaban los rituales de sus creencias y supersticiones. Pero no es impropio suponer que desde algún paraje no muy lejano del caserío central, a veces llegaban vagos e imprecisos los cantos y los sones de las
ceremonias en que los indios no convertidos al cristianismo, idolatraban a sus dioses paganos: el Sol (inti), la Luna (quilla), y celebraban sus mitos como el “huayra muyu” (viento arremolinado) y el “nina quiru” (pájaro de fuego). Otros acompañarían a los españoles en los oficios y procesiones de la liturgia católica.
Cuando la fe logró interesar al aborigen, mientras los jesuitas aceptaban ciertos ritos indígenas para cumplir con éxito su extraordnaria misión espiritual en América, se presentaba ante Dios la manifestación de un espíritu autóctono de la tierra santiagueña. Es decir, comenzaron a surgir formas y ceremonias populares de singular veneración que aún se mantienen vivas en nuestros días, como el festejo de San Esteban, que recuerda al dios atmosférico Chiqui de los valles calchaquíes (por dar sólo un ejemplo), en que desde Maco hasta Sumamao la multitud alterna oraciones con gritos de júbilo para auyentar los malos espíritus, y al llegar a destino estalla el ímpetu pagano con danzas criollas, guitarras, bombos y violines en medio de una gruesa explosión de cohetes. En otras devociones como en Mailín al Señor de los Milagros y en Sumampa a la Virgen de la Consolación, también se exteriorizan las prácticas incorporadas a nuestra cultura.
Desde aquel tiempo fundacional, Santiago del Estero iría nutriéndose de simientes folclóricas y religiosas, donde los elementos humanos y naturales más esenciales confluirían en un común acervo cultural. En sus fiestas campesinas -musicales y religiosas- como el Velorio del Angelito y las telesiadas, es donde mejor trasunta y se expresa la herencia que nos llega de las costumbres y virtudes de las razas que convivieron en el principio de Santiago del Estero y nos trasmitieron, a través de los siglos, la amalgama de lo que gestaron.

Cultura a través de los tiempos

Numerosos son los exponentes de la cultura santiagueña que trascendieron las fronteras provinciales. Esa luz que brilló siempre en nombres como Mateo Rojas Oquendo (siglo XVI), viajó en el tiempo pasando por Ricardo Rojas (hijo del ex gobernador Absalón Rojas), Alejandro Gancedo, Pablo Lascano, Andrés Figueroa, para entrar de lleno en el siglo XX con los impulsores de "La Brasa": Bernardo Canal Feijóo, Orestes Di Lullo, Enrique Almonacid, Carlos Abregú Virreira, Clemantina Rosa Quenel, Blanca Irurzum, Irma Reinolds, Manuel Gómez Carrillo, Emilio y Duncan Wagner, Moisés Carol (h) y Gregorio Guzmán Saavedra.
Más adelante poetas, escritores e investigadores como Homero Manzi, Jorge Washington Ábalos, médicos eminentes como Ramón Carrillo, Antenor Álvarez, escultores, músicos y plásticos como Roberto y Rafael Delgado, Ramón Gómez Cornet, Andrés Chazarreta, Julio Argentino Gerez.
Historiadores e investigadores como José Néstor Achával, Luis Alén Lascano, Amalia Gramajo de Martínez Moreno y Hugo Martínez Moreno. Escritores como Domingo Bravo, Betty Alba, Raúl Dargoltz, Julio Carreras (h), Carlos Manuel Fernández Loza, Alberto Tasso, Carlos Virgilio Zurita, Raúl Lima...

Primeros pobladores

Hacia 1555 los habitantes de Santiago buscaban la mejor manera de adaptarse al medio y conformar sus hogares.
Mucho tuvo que ver Aguirre en la composición de las primeras familias al traer desde Chile a hijas y viudas de hidalgos, oficiales y soldados muertos por los aracucanos, en su mayoría ex cautivas de éstos, las que rehicieron sus vidas en la capital del Tucumán, contrayendo matrimonio y dándole a Santiago del Estero sus primeros hijos criollos. La cantidad de matrimonios legítimos establecidos entonces, entra en el terreno de la suposición. Como también el número de españoles, sin distinción de rango, que convivían con indias (juríes, o coyas y araucanas venidas con ellos) y hacían legitimar a sus herederos mestizos. ¿A esa altura, cuántos niños habría en Santiago del Estero? ¿Vivirían allí algunos nacidos en la anterior ciudad del Barco? ¿De haber sido así, cómo interpretaría la historia el hecho de la existencia de ciudadanos de una primera ciudad desplazada como tal? Interesante interrogante para pensar.
En tanto, de España (vía Chile y Perú desde Panamá), irían llegando las esposas y los hijos de los conquistadores. La ciudad acogía a nuevos pobladores, muchos de los cuales dejarían grabados sus nombres y sus obras en la historia de Santiago.
Así comenzaba nuestra la ciudad. Así fueron los rasgos de su vida cotidiana hace cuatro siglos y medio. Ese fue el lado de las costumbres de quienes protagonizaron la magna empresa fundacional, con sus luchas, glorias y dramas. Indudablemente, es mucho más lo que importa esa historia inaugural de Santiago, donde confluían la América naciente que se extendía a paso firme hacia el sur del continente, y el germen de la Patria con las ciudades que surgían de su seno. Entre sus grandes aportes, valga tener presente que el puerto de Buenos Aires fue consecuencia del comercio que se inició desde la capital del Tucumán, y que sería el primer obispo de esta primera diócesis, fray Francisco de Victoria, el artífice de la primera exportación con productos santiagueños que se hiciera vía fluvial al Brasil, un 2 de septiembre de 1587(de ahí el Día de la Industria Nacional).
Santiago del Estero marcó importantes hechos desde los albores de su nacimiento. Hombres y mujeres de singulares cualidades fueron haciendo la trama de esta ciudad donde todo comenzó en nuestro país. Conquistadores que “abrían puertas a la tierra” y mujeres pobladoras que como tales fueron madres de la “madre de ciudades”.
Por el servicio y la entrega que en la alta empresa fundadora ameritaron aquellos protagonistas, el 19 de febrero de 1577, el rey Felipe II hacía merced al disponer el título y escudo de armas para la “Muy Noble” ciudad de Santiago del Estero.
Desde los días de la primera “entrada” del malogrado capitán don Diego de Rojas, en cuya expedición se destacaran abnegadas y valientes mujeres como Catalina de Enciso, Mari López y Leonor de Guzmán, las que llegaron a empuñar espadas y rodeles para defenderse del bravío agresor, como tantas otras que ennoblecieron el lado humano de este suelo, la presencia y el protagonismo femenino en Santiago del Estero, que tan estupendamente lo describe Fina Moreno Saravia en su interesante y atrapante “Historia de Mujeres”, es otra faceta que distingue las virtudes que desde el fondo de la historia fueron capaces de exhibir quienes jalonaron con dignidad y proeza las distintas particularidades con las que están hechos el cuerpo y el alma de Santiago del Estero.
Santiago es todo esto: Tierra que canta y danza. Primera vía de comunicación entre el resto de América y Argentina. Madre de cuya matriz nacieron las primeras ciudades de la Patria. Génesis de evangelización y fundadora de Iglesias. Primera educadora y exportadora de manufacturas. País de la leyenda y cuna del folclore. Provincia que lo dio todo y le sigue abriendo sus brazos a la Patria.

 Julio Carreras
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